viernes, 23 de abril de 2004

Margarita zona franca

alexispena.blogspot.com

En el año 1978 fui por primera vez a Margarita, era un adolescente de catorce años, curioso por conocer las bondades de la isla: las playas, la zona franca, las chicas, la movida de un lugar en Venezuela que abandonó muy rápidamente su calidad de provincia, para respirar ese aire que mezclaba lo caribeño con la atmósfera del primer mundo, mucho turismo extranjero y precios por debajo del famoso 4,30 que ya es mucho decir.

Recuerdo de ese viaje mis primeros zapatos Puma, azules, con la clásica línea en amarillo, lo último en tecnología deportiva, y por debajo de la mitad del precio que costaba en Caracas, si es que lograbas conseguirlos en alguna tienda o mercado, o en los Almacenes Militares, lugar al que no todo el mundo tenia el privilegio de entrar, por razones obvias.

Montado en esos Puma me sentía como un príncipe, además eran azules.

Los recuerdos de ese viaje son mágicos, el olor y el color de la isla de ese entonces permanecen conmigo como aquel día, que pisamos el puertito de Punta de Piedras, mi familia y yo, con excepción de mi padre, que se quedo trabajando en Caracas, con nosotros viajo también una familia de vecinos muy allegados, los Febreiro, la señora Carmen, gallega de nacimiento y acento, y sus dos crías: Amador y Teresita, amigos de esa infancia que parece no estar muy lejos, a solo veintiséis años de distancia.

El viaje por mar en el ya, entonces, destartalado ferry, fue un verdadero Vía Crucis, catorce horas de marea nocturna bajo la luz de la luna, con las ya conocidas comodidades de un barco que habría cruzado quien sabe cuantos mares y en que condiciones, pero a una edad en que el cuerpo puede con eso y más: el barco salía del puerto de La Guaira

La isla sigue siendo mágica, tiene un magnetismo único, un paisaje salvaje y hermoso, pero de la isla de la Venezuela saudita solo quedan los árabes y turcos que tomaron Margarita como suya, y que crecieron y se mezclaron, como lo hicieron miles de familias de inmigrantes que llegaron a estas tierras durante siglos, buscando una vida mejor.

En mi más reciente viaje a Nueva Esparta, camine como el fugitivo por todo Porlamar buscando mis zapatos puma, pero no los conseguí, había muchísima variedad, pero la misma variedad que en Caracas, y a los mismos precios, soy un fanático de las gangas, y terminé con ampollas en los pies y completamente decepcionado y triste por ver en que se había convertido la isla: en una franquicia del olvido.

¿Para que sirve el Sambil en Porlamar, sino para romper con el orden de unos recuerdos tan sabrosos?

De regreso en Punta de Piedras, haciendo la cola para abordar el ferry con destino a Puerto la Cruz, aproximadamente a las 9.00 de la noche, comencé a imaginar una historia donde yo era el protagonista.

Me encontraba de pronto caminando por un lugar con cierto aire de abandono, buscando un par de zapatos, a buen precio, y entro por fin en una oscura zapatería, el encargado, después de atender a mis demandas, me trae el primer par de zapatos, del color y numero que usualmente calzo, pero me quedaron grandes.

El encargado volvió luego con un par de zapatos de un número menor, procedí a meter el pie izquierdo en el zapato, pero igual que antes, mi pie quedaba bailando adentro.

Así sucesivamente se repitió la historia, con varios viajes del encargado hasta el depósito, por números más pequeños, hasta que me di cuenta que algo extraño estaba sucediendo.

Decidí salir de la tienda, y bajo un sol inclemente, me puse mis zapatos viejos y también me quedaron grandes, mucho más grandes incluso de lo que yo podía imaginar y creer.

En ese momento me quite las medias de ambos pies, y con sorpresa, con una sorpresa de pulsaciones de miedo y sudor en la frente, vi que ya no eran pies, no había piel, ni dedos, ni uñas, lo que había en su lugar eran dos horrendas y peludas patas de cabra.

Ya no tendría que preocuparme más por el color, numero, marca, sino por conocer algún buen herrero para mandarme a hacer un buen juego de herraduras de algún material resistente y liviano, porque ya no soy un adolescente, y no creo, en esas condiciones, volver a conseguir y calzar unos cómodos tenis marca Puma.